miércoles, 24 de marzo de 2010

Día lluvioso.

Hoy... hoy es un día lluvioso. Me encuentro en un lugar ya lejano a mi hogar. Puedo sentir cómo mis pies se pueden conectar directamente a la tierra mojada, el olor a tierra humedecida es aún más ensoñador que las propias nubes negras que libran su batalla allá arriba. El cielo está cubierto por su manto grisáceo que se alza sobre mí, el manto que se deshila poco a poco, lanzándose en caída libre para no volver a crear las vidas que yo he segado. Gotas que son como los mismos relámpagos de ira y de saña; llueve con mucha fuerza, con tanta que no se puede mirar arriba y mantener los párpados abiertos. Cae con tal violencia que parece pretender derribarme, golpea mi cara como si fuese a clavarme miles de agujas para torturarme.

Levanté mis manos hacia el cielo, exhalé mi aliento, cálido y blanco. Llevaba un susurro inaudible para cualquier ser, tan solo los dioses podrían escucharlo y estaba seguro que para gente como yo, esas plegarias bastarían de poco. Fui condenado por mi propia existencia hace ya mucho tiempo, pagué, pago y pagaré por mis actos, sólo espero que el tiempo que me queda de vida sea breve, porque esta hiel que inunda todo mi ser me está consumiendo poco a poco, y no quiero ser un vivo castigado a vagar en este mundo mientras me llevo los sentimientos de personas.

Bajé la mirada hasta mis pies y pude percibir que estaba ahí anclado, pude sentir cómo indicios de vida y muerte se reunían a mi alrededor y me causaban angustia. Entre tantas gotas, sólo había una más pura que el agua, con un brillo diamantino, con un tacto cálido. Persistente ahora entre mis recuerdos, esa lágrima bien pudo valer una derrota, una sumisión. Esa simple gota plateada que cayó entre mis dedos pudo destruir todo mi imperio mental.

Llegué a querer pensar que fue un descuido, que fue algo fortuito y que nunca se volvería a repetir. Que nunca más se vería el momento en el que estuviese con los pies descalzos reposando sobre la oscurecida tierra mojada. Quería que esa mano que paró el flujo de mis lágrimas no volviese a tocarme jamás, porque amaba esas manos; y recordad dónde estaba, anclado a una tierra oscura. Podría hacer que esas manos se volviesen tan oscuras como la tierra, que su hermoso rostro se viese túrbido y no. No podía permitirlo.

Pero parecía que la tormenta no le castigaba a ella en mi nombre. Daba la sensación de que en realidad la tormenta eran mis propios sentimientos, parecía que en realidad ella y yo no estábamos en aquel lugar oscuro y despreciado. Que en realidad yo estaba sólo junto a la esencia de mi existencia, que yo creaba el aguacero que a ambos golpeaba con ferocidad. Se mantenía impasible ante mi mirada ida, imperturbable ante los gestos de intranquilidad.

Sus ojos no cesaban de buscar los míos propios, pero yo estaba perdido. Sabía que hoy no podría ser el día de la redención. Hoy no podía ser el momento en el que mi condena se dividiera en dos y que su carga me fuese más leve. No era capaz de admitir que la guerra que libraba conmigo mismo no era única que también la afectaba, en muchos sentidos más que a mí.

Lamento que todo haya salido así, lamento que se haya tenido que ir por mi culpa. Por la simple razón de que yo no dije nada en ese momento de angustia. Porque me rendí ante las circunstancias, porque los dioses no atendieron mi petición de auxilio. Quiero culparme a mí porque sé que el tropiezo fue todo mío. Echo en falta su mirada puesta en mis ojos. Echo en falta su pelo marrón claro, tan claro que causaba contraste aquel fatídico día. La echo en falta a ella, porque está tan lejos, que ni siquiera una sola gota le hará recordarme.