viernes, 2 de abril de 2010

Los árboles susurran.

En qué momento tan oscuro y fascinante se podría encontrar alguien una vez en su vida. Hoy es uno de esos pocos instantes en la vida en los que uno se puede sentir pleno, intentar comprender que no todo es incierto. Claro que, a veces las cosas no son realmente lo que parecen ser. Un tremendo crujido estremeció el cielo, ni tan siquiera me había percatardo de que estaba nublado de nuevo, en estas tierras parece en la que la lluvia no deja de caer jamás. Al menos ahora no estaba solo. Quién me iba a decir que una chica tan bella como era Alzashi, viviese en un lugar como este. También es cierto que desde siempre he preferido los bosques con árboles de hojas claras y verdes. Pero uno se da cuenta de que incluso en un lugar tan profano como éste, la vida puede ser más que llevadera y feliz, al menos, es lo que ella me mostraba.

Llevo ya unos tres días, y Alzashi no sabe quién soy; ni qué soy. El tiempo, esos tres días, han bastado para que a su lado pudiese olvidar quién soy. ¿Qué pasaría si descubriese que no soy una persona tan honesta y amable como ella piensa?. En mi cabeza se repite la frase de: Lo intentaré, lo voy a hacer. No daré mi brazo a torcer. Quiero estar a su lado, tenerla en mis brazos. ¿Cómo me he podido enamorar tan rápidamente? Apenas han pasado cuatro meses desde que me exilié por la muerte de mi padre; y las heridas provocadas por ese acto parecen haberse desvanecido. ¿Y ella? ¿También estará en la misma situación que yo?. Me pregunto si también está enamorada de mí, porque qué razón tendría de ser tan amable con un desconocido... Esto es tan desesperante, quiero respuestas, Alzashi, necesito respuestas. ¿Por qué no me las das? ¿Por qué necesito luchar una vez más para hallarme a mí mismo?.

Llevo ya una semana aquí y es de noche, estoy escribiendo unos pequeños versos en mi diario y me acabo de percatar de que Alzashi está frente a mi, en un pequeño lago iluminado por la Luna. Hoy está totalmente despejado e incluso se podría decir que las hojas de estos árboles rejuvenecen por la visión perfecta de Alzashi. Su blanquecina piel y cabello marrón crean el perfecto estado de contraste. Mis ojos y mi mente entran en éxtasis y no puedo pensar. Sólo me fijo en cómo la pluma con la que escribo cae despacio, mientras el tiempo se ralentiza con mis ojos acariciando su piel. Qué momento tan agradable para un ser tan desgraciado como yo. Verla nadar en aquellas aguas claras e iluminadas por Elune hacía que yo me perdiese más en mis pensamientos. Mi cuerpo apenas responde pero alcanzo a recoger la pluma para seguir escribiendo.

Suspiro con desesperación. Alzashi no sabe que estoy aquí, mirándola. Seguramente si me viese pensaría que la estoy espiando. Qué demonios, es que la estoy espiando. Mi cabeza da vueltas en un círculo y no llego a comprender del todo qué me ocurre. Sólo quiero acercarme y besarla, qué me impide hacerlo, por qué no puedo llegar y tomar lo que quiero. Tan sólo reflexiono para llegar hasta un punto en el cual, o le muestro que la quiero, o que debo irme para no atormentarme. Nunca hubiese dicho que yo fuese tan cobarde, siempre el primero en la batalla, siempre el primero en correr hacia mis enemigos. Y ahora no puedo acercarme a una joven inofensiva. Tal vez tenga miedo a probar el amargo sabor del amor, pero ¿Qué pasaría si tuviese suerte y el amargor se convirtiese en un sabor dulce?

Seguramente si me acercase y le dijese lo que siento, me tropezaría. Me equivocaría por culpa de mis temores, porque ante cualquier mal y ente con el que me pudiera enfrentar, ahora, es el momento de mi vida en el que mayor miedo tengo.


miércoles, 24 de marzo de 2010

Día lluvioso.

Hoy... hoy es un día lluvioso. Me encuentro en un lugar ya lejano a mi hogar. Puedo sentir cómo mis pies se pueden conectar directamente a la tierra mojada, el olor a tierra humedecida es aún más ensoñador que las propias nubes negras que libran su batalla allá arriba. El cielo está cubierto por su manto grisáceo que se alza sobre mí, el manto que se deshila poco a poco, lanzándose en caída libre para no volver a crear las vidas que yo he segado. Gotas que son como los mismos relámpagos de ira y de saña; llueve con mucha fuerza, con tanta que no se puede mirar arriba y mantener los párpados abiertos. Cae con tal violencia que parece pretender derribarme, golpea mi cara como si fuese a clavarme miles de agujas para torturarme.

Levanté mis manos hacia el cielo, exhalé mi aliento, cálido y blanco. Llevaba un susurro inaudible para cualquier ser, tan solo los dioses podrían escucharlo y estaba seguro que para gente como yo, esas plegarias bastarían de poco. Fui condenado por mi propia existencia hace ya mucho tiempo, pagué, pago y pagaré por mis actos, sólo espero que el tiempo que me queda de vida sea breve, porque esta hiel que inunda todo mi ser me está consumiendo poco a poco, y no quiero ser un vivo castigado a vagar en este mundo mientras me llevo los sentimientos de personas.

Bajé la mirada hasta mis pies y pude percibir que estaba ahí anclado, pude sentir cómo indicios de vida y muerte se reunían a mi alrededor y me causaban angustia. Entre tantas gotas, sólo había una más pura que el agua, con un brillo diamantino, con un tacto cálido. Persistente ahora entre mis recuerdos, esa lágrima bien pudo valer una derrota, una sumisión. Esa simple gota plateada que cayó entre mis dedos pudo destruir todo mi imperio mental.

Llegué a querer pensar que fue un descuido, que fue algo fortuito y que nunca se volvería a repetir. Que nunca más se vería el momento en el que estuviese con los pies descalzos reposando sobre la oscurecida tierra mojada. Quería que esa mano que paró el flujo de mis lágrimas no volviese a tocarme jamás, porque amaba esas manos; y recordad dónde estaba, anclado a una tierra oscura. Podría hacer que esas manos se volviesen tan oscuras como la tierra, que su hermoso rostro se viese túrbido y no. No podía permitirlo.

Pero parecía que la tormenta no le castigaba a ella en mi nombre. Daba la sensación de que en realidad la tormenta eran mis propios sentimientos, parecía que en realidad ella y yo no estábamos en aquel lugar oscuro y despreciado. Que en realidad yo estaba sólo junto a la esencia de mi existencia, que yo creaba el aguacero que a ambos golpeaba con ferocidad. Se mantenía impasible ante mi mirada ida, imperturbable ante los gestos de intranquilidad.

Sus ojos no cesaban de buscar los míos propios, pero yo estaba perdido. Sabía que hoy no podría ser el día de la redención. Hoy no podía ser el momento en el que mi condena se dividiera en dos y que su carga me fuese más leve. No era capaz de admitir que la guerra que libraba conmigo mismo no era única que también la afectaba, en muchos sentidos más que a mí.

Lamento que todo haya salido así, lamento que se haya tenido que ir por mi culpa. Por la simple razón de que yo no dije nada en ese momento de angustia. Porque me rendí ante las circunstancias, porque los dioses no atendieron mi petición de auxilio. Quiero culparme a mí porque sé que el tropiezo fue todo mío. Echo en falta su mirada puesta en mis ojos. Echo en falta su pelo marrón claro, tan claro que causaba contraste aquel fatídico día. La echo en falta a ella, porque está tan lejos, que ni siquiera una sola gota le hará recordarme.

sábado, 2 de enero de 2010

Una vida larga.

Cuando se nace en el reino Bálor, se nace dispuesto a morir por la Alianza. Si no estás dispuesto a hacerlo, eres expulsado del reino. Cuando nací, lo primero que vi según me contó mi madre, fueron dos espadas, de un color azul brillante recorriendo todo el filo. Esas dos espadas estarían conmigo hasta mi muerte. Todas las leyes del reino eran estables y no cambiaban nunca ni por nada ni por nadie, si algún elfo no acataba las órdenes del rey, era enviado al exilio. Yo era el primer elfo que se ponía en contra del rey, y las leyes... no se cumplían. ¿El por qué? Yo soy Duatha, príncipe y heredero del trono del rey Bálor. Mi padre, desde que yo era un niño; ya sabía que yo era especial, diferente al resto. Mi padre quiso aprovechar esa peculiaridad en mi. Desde que tengo memoria recuerdo que siempre he tenido mis dos espadas en las manos. Siempre desenvainadas y siempre atacando. Día tras día entrenaba con el mejor soldado del reino, enseñándome todo lo que sabía y aprendiendo por mi cuenta nuevas formas de combate. También me enseñaron a hablar la lengua de los humanos, sus costumbres, sus historias, todo. Se limitaban a mostrarme los logros de la Alianza... Pero... ¿Y mi pueblo? ¿Qué historias hay de los elfos nobles?. Todas esas preguntas fueron redefiniendo mi mente, mi filosofía. Preguntaba a mi padre una y otra vez por qué luchábamos junto a los humanos. Pero mi padre siempre me respondía con la misma frase... - Siempre hemos luchado junto a los humanos y siempre lo haremos, es un pacto muy antiguo.- Todo lo que yo ansiaba saber, se me negaba.

Un día cualquiera, mientras leía un libro sobre las espadas Quel'delar y Quel'serrar, un enviado del rey humano se presentó ante mi padre, le dijo que debía enviar a sus mejores hombres al frente, para ayudarlos en una batalla contra la horda de orcos. Mi padre, aceptó. Enviando dosmil soldados y magos al lugar que ponía en la carta. Enviándome a mi. - Es una prueba que debes pasar para ser el rey, hijo mío. Si la pasas, podrás acceder al trono y estarás preparado para llevar la corona -. Fue lo que dijo antes de verme salir de la gran sala, decorada con adornos mágicos y lámparas gigantescas sobre el techo, que daban una luz tenue y ligera de día y de noche un destello que deslumbraba a todo el que se atreviese a mirarlas; Mi padre no escuchó de mi una palabra, no percibió ni un gesto, simplemente me vio salir de la sala del trono, con mis dos espadas, llamadas Yshna'than y Quel'ysel. Que traducidas quieren decir Pensamiento y Entereza.

Y allí estaba yo, sobre mi corcel blanco, soportando una armadura de un color azul oscuro y un casco terriblemente pesado que dejaba escapar al viento unos hilos gruesos de colores blancos y amarillos, vislumbrando en el horizonte a diezmil orcos. Miraba a los soldados que tenía a mi alrededor, sentía su miedo y su desesperación. Pero la esperanza estaba puesta en que los humanos y enanos llegaran antes de que empezara la masacre. A mi pesar... la batalla comenzó, notando como el viento cesaba de darme en la cara para dejar pasar miles de flechas dirigidas hacia la horda, vi cientos de ellos caer en un solo instante, en unos pocos segundos, me vi envuelto entre sonidos de espadas que chocaban unas con otras, con los gritos de los fieros orcos y de los valientes quel'dorei que hacían todo lo que podían ante el empuje enemigo. Yo... me vi bloqueado, sintiendo que no podía hacer mucho, que todo el entrenamiento servía de poco ante todos esos orcos dispuestos a morir por un solo susurro de su amo oscuro. Me despojé del casco, me agarré fuertemente a las riendas y supliqué al viento que nos diera la fuerza y la velocidad en la batalla, es cuando caí, un orco vil me tiró del caballo sin apenas emplear su fuerza, en pocos minutos habían calado gravemente entre los elfos, más de seiscientos ya habrían debido de caer.

Empecé una lucha contra ese orco, empuñé Yshna'than y Quel'ysel con fiereza, empleé todos los conocimientos de lucha que tenía para vencerle, pero parecía que no servían de nada, pues no llegaba nunca a rozarle mínimamente. Todo lo que había aprendido no servía... eso me desmoralizaba, tanto o más que ver a mis compañeros caer, más incluso que los gritos y el rostro de aquel orco con los ojos tan rojos como los demonios de los que había leído. Era la primera vez que combatía por mi vida y pensaba que sería la última. Pero es cuando las dos espadas empezaron a brillar, era increíble, brillaban más que el sol, el orco se quedó un tiempo sin reaccionar y aproveché para atravesarle antes de que se diera cuenta de lo que pasaba. Las espadas carecían de poder, pero la Luz me había elegido para sobrevivir, al menos... ese día. Al menos en esa batalla.

Finalmente, los humanos y enanos llegaron en nuestra ayuda, pero llegaron demasiado tarde, más de mil de mis hermanos ya no volverían a ver a sus familias, ya no volverían a disfrutar de un día soleado ni de un día lluvioso. Eso hizo que me sintiera; por primera vez en mi vida; traicionado. Ganamos la batalla, pero ¿qué precio tuvimos que pagar?. Mi padre nunca vio eso, nunca supo apreciar que sus súbditos tenían una vida propia. En cambio yo sí, y cuando los que sobrevivimos volvimos a casa, nos recibió como a unos hombres victoriosos, como si ninguno de nosotros hubiera muerto. Y creo que... le sentó mal que le recordara que mil hermanos formarían parte ya, de la tierra y del recuerdo.